lunes, 5 de diciembre de 2016

Personajes de El Rey de las Ilusiones

Una vez más, aquí te traigo las ilustraciones de los personajes que corretean por mis historias. Aunque El Rey de las Ilusiones sólo sea un relato corto, es uno de muchos que pienso darle al irascible Adam Rasby, de modo que no podía dejar pasar la ocasión de enriquecer este universo recién creado con imágenes salidas de mi raquítico y mal tajado lápiz.


Si te preguntas quién es esa mujer del parche y el tatuaje de la lágrima, mucho me temo que eso no lo sé ni yo. Lo cual no quiere decir que no podamos saberlo algún día. Tú sigue leyendo, porque Adam tiene más conocidos de los que pueda parecer para un tipo tan arisco como él. Y algunos de ellos le tienen reservadas sorpresas impredecibles.

domingo, 27 de noviembre de 2016

El Rey de las Ilusiones, Episodio VIII: El deber

(Enlace a Wattpad: Episodio VIII)

- Os he escuchado, Majestad - asintió Adam con una paciencia sobrehumana, tomando aire -. No dudo de la valía de vuestros hombres, ni de su compromiso. Pero ninguno de ellos os servirá de nada para esta misión. Recuperar el objeto que ha sido robado no es una tarea al alcance de todos. Dicho de otro modo, Majestad, no lo conseguiréis sin mí. Ahora mismo no hay nadie más en el mundo que pueda pararle si no lo hago yo.
Hielam se revolvió incómodo en su asiento, un sillón de caoba acolchado con cojines de seda bordada. El mobiliario del palacio no defraudaba tampoco en lo que a exteriores se refería. Se encontraban en los jardines traseros, bajo la verde cobertura de una cúpula de madera forrada en hiedras floridas, sentados en torno a una mesa redonda de mármol sobre la que descansaba un cuenco de fruta fresca. A diferencia de los dos reyes, que no habían probado bocado desde el inicio de la reunión, el extranjero de ojos azules se zampó él solo dos bandejas y pidió a una sirvienta que trajera una tercera, sin preguntarle siquiera a su anfitrión. En ese momento aún mordisqueaba el hueso de una manzana, manteniendo una gélida mirada sobre el rey de Salén. Himdel aún no había dejado de resultarle sospechoso, y él lo sabía. Pero muchas cosas habían cambiado desde que le salvara el cuello en el patíbulo. Ahora el rey de Salén le profesaba un respetuoso agradecimiento que se traducía en silencio, sin interrumpirlo ni contrariarlo. Algo muy difícil para un rey, desde luego. El rey de Madena, por su parte, tampoco miraba a Adam por encima del hombro. Se diría que incluso le preocupaba lo inferior que se sentía a su lado, viéndose como un cuarentón rechoncho apoltronado en su sillón mientras el héroe del reino le revelaba lo que estaba en juego:
- Azayel sirvió a vuestro padre durante años sólo para tener acceso a esa arma. Confirmó su existencia, pero no fue capaz de abrir él mismo la cripta que la ocultaba. Creyendo tener la plena confianza del rey, le ofreció activarla y ponerla a su disposición si le ayudaba a dar con alguien que pudiera abrirla. Obviamente el mago no tenía otra intención que robarla en cuanto la tuviera a su alcance, cosa que vuestro padre supo de inmediato. Expulsó a Azayel, que decidió entrar en contacto con Serpes. Y supongo que Serpes fue quien me descubrió y quien, indirectamente, me permitió saber de la Novena Tormenta. Vine aquí pretendiendo desactivarla, pero eso fue justo lo que planearon. Que yo abriera la cripta por ellos.
- Maldito hijo de puta... - Masculló Himdel, torciendo la cara con asco - Y pensar que confié en él durante tanto tiempo... Joder, si le hacía más caso que a mis consejeros. Ahora lo entiendo... Cuando te encontramos en el desierto, Adam, fue Azayel quien me convenció de recogerte. Dijo que había intuido algo interesante en tus pensamientos y que, si convivía contigo el tiempo suficiente, sería capaz de leerte la mente y descubrir qué era. El muy cabrón se aprovechó de mi curiosidad. Seguro que ni siquiera sabe leer la mente.
- Yo no estaría tan seguro, Majestad - dijo Adam muy serio, sin desclavar los fríos ojos de él -. No pongo en duda vuestra ignorancia acerca de todo este tema, pero si es así entonces habéis pecado de excesiva confianza.
- Adam, haz el favor - le llamó la atención Hielam, en vista de que Himdel había enmudecido y parecía estar ahogando a la fuerza las palabras que forcejeaban con sus labios -. Su Majestad acaba de desenmascarar un complot en el que estaba involucrado su propio hijo. No podemos acusarle de no ser precavido. Si acaso, de no acertar con las personas en las que deposita su confianza.
Ahora fue Adam el que contuvo las palabras. Supo que eso se refería a él. Pese a su intervención, el extranjero seguía sin estar libre de sospecha. Había contado todo lo que sabía acerca de la Novena Tormenta. Había revelado más secretos acerca de su verdadera identidad, su verdadero apellido, su verdadero origen y su verdadera misión de los que nunca se había atrevido. Apenas la punta del iceberg, pero demasiado para decirlo en voz alta. Todo ello para evitar que el interrogatorio tuviera lugar en las mazmorras, donde el inquisidor aún ardía en deseos de estrenar sus nuevas tenazas al rojo. Y, con todo, nada de lo que había dicho sonaba demasiado creíble. La sangre que corría por las venas de Adam era ignorada por una gran mayoría, temida por quienes no la consideraban mucho más que un mito y odiada por la selecta minoría que tenía conocimiento de su existencia. No eran nombres que se olvidaran. El Coronarium... los Caballeros Dorados... la Ciudad Nevada... la Batalla de las Once Colinas... 
Y la Dama de la Jaula. De esa no había dicho Adam ni una palabra, aunque fuese la que lo explicaba todo. Hacía mucho que no podía siquiera mencionarla.
- Ahora habéis acertado - soltó Adam con aspereza, embistiendo la acusación de frente -. Prueba de ello es que vos no habéis colgado del cuello y ahora Jack Serpes tiene un túnel del pecho a la espalda. Creedme, Majestad, siendo quien soy no me conviene el trato con magos. No sería el primero que tratase de diseccionarme en vida. Ni el último, por supuesto. De hecho, de no haber corrido en vuestra ayuda, podría haber desactivado ese artefacto a tiempo. En cambio, ahora tenemos un fugitivo armado con algo tan peligroso que ni siquiera sus creadores querían que fuera encontrado. Y salir en su búsqueda es una obligación que no admite demora, así que, si nuestra reunión ha terminado...
- ¿Cómo le encontrarás? - Lo interrumpió Himdel, cuyo agradecimiento inicial se iba disolviendo poco a poco con los baños de ácida realidad del extranjero - ¿Sabes acaso a dónde puede haber ido?
- No. Pero sé quién puede saberlo - respondió Adam tras casi un minuto de silencio glacial -. 
Ninguno de los dos reyes se molestó en hacer una pregunta que no recibiría respuesta. Ahora, con los dos reinos recién aliados y un enemigo común que ya armaba nuevas legiones en sus campamentos, primaba volver las miradas a la mesa de guerra, a los mapas y estrategias militares que serían su único mundo durante meses o años. Perseguir al mago era una misión para otra clase de hombre, una que no se sentaba en tronos ni empuñaba estandartes. Una que no conocía medallas, nombres ni hogares. La clase de hombre que era Adam Rasby. Se despidió con una vaga reverencia, que ni siquiera habría sido válida para un conde, pero que fue más de lo que Hielam y Himdel esperaban. Mientras se alejaba por el jardín aromático se cruzó con la sirvienta que traía su tercera bandeja de frutas. Sin una sola palabra, se la quitó de las manos y fue comiéndoselas por el camino, dejando a la muchacha con un rostro perplejo y un extraño temblor en la mirada. El de alguien que se hubiera cruzado con un animal salvaje sin haber sido siquiera advertido por él.
...
- No te entiendo, Adam - repitió Saled por enésima vez -.
- Mejor para ti - cortó él, como ya se había convertido en una costumbre -.
Los dos cargaban las provisiones para el viaje en un carro que el rey le había entregado en agradecimiento por su hazaña. Era un vehículo excelente, mucho mejor que los que habían usado para la travesía por Hal-Nabuyah. Al fin y al cabo, este no hacía falta hacerlo pasar por un carro de carga: nadie iba a atacar un carro que lucía la insignia del escorpión negro, el emblema que identificaba a los vehículos ocupados por altos dignatarios y nobles intocables dentro del reino de Madena. Los asaltadores ya sabían que atacar uno de esos carros era como subirse uno mismo al patíbulo. Tirado por cuatro caballos, reforzado con placas de acero y dotado de una avanzada amortiguación basada en una pieza ojival que reducía el traqueteo, conducir aquel ingenio era el sueño de todo cochero. De modo que Saled no cabía en sí de gozo cuando Adam entró en la taberna en la que el muchacho se bebía su sueldo y le dijo que ya tenía un nuevo encargo. El muchacho había admirado secretamente al extranjero desde el primer día y con la intervención del día anterior se había ganado su eterna devoción. Adam le dijo que eran órdenes de arriba, que el Rey Himdel le había elegido a él por haber sido quien lo había encontrado enterrado en la arena. Nunca le diría que él mismo había pedido que su conductor fuera Saled. Al fin y al cabo, ese chico era un pobre inocente y cándido, con mucho que aprender. Y justo por eso supo que no podría confiar más en ningún otro.
- ¿A dónde vamos, Adam? - Preguntaba ansioso el muchacho, subiéndose al pescante y maravillándose con la comodidad del asiento - No iremos solos al desierto, ¿no?
- No, no al desierto - informó, sentándose a su lado y dando otro trago al fermentado de dátiles, al que le había acabado pillando el punto -. Vamos hacia el este, rumbo a la costa. Ya te iré guiando.
- ¿Vamos a tu país de origen?
- Tú te vas a ir a la mierda como no te calles - gruñó, aunque supo que Saled sabía que la amenaza era falsa como un real de madera -. Ya te he dicho que no tienes que saber nada de mi vida. Y, si tienes que hacerlo, lo harás cuando yo crea oportuno. Ahora arranca y vámonos de esta ciudad. No me gusta que la gente me mire y me señale.
- ¡Pero si lo hacen porque eres un héroe! ¡Si no llega a ser por ti, habrían ahorcado al rey de Madena! ¡¿Te imaginas?! ¡Tendríamos una guerra a tres bandos! ¡Eso sí que sería el fin!
Qué sabrás tú de lo que puede ser el fin, pensó Adam para sus adentros, sonriendo con amargura. Cruzaron la puerta de la Alta Ciudad y recorrieron la carretera que bordeaba la colina, rumbo al oeste. Ante ellos se alzaban las Montañas Bermejas, un paraje de secarrales, encinares y ríos parduzcos que fluían desde las crestas rojizas de roca erosionada. A unos días de distancia los esperaba la frontera con el reino de Pania. La siguiente frontera sería la línea de costa. Y a partir de allí, sólo Adam lo sabía.
- Ya sabía yo que tenías un aire de héroe modesto, de los que no quieren que se les admire - reabrió la conversación el incansable carrero -.
- No, lo que pasa es que no soy ningún héroe, Saled, y me molesta que me tomen por uno. La gente espera grandes cosas de los héroes, cosas que no estoy dispuesto a dar.
- Pero salvaste al rey, evitaste una guerra y...
- Tenía mis razones - cortó con brusquedad, aunque a los pocos segundos suspiró y habló de nuevo -. No quería que Salén se viera amenazado por la guerra. Allí vive... cierta persona.
- ¿Quién? - La intriga de Saled subía como la espuma pese a que sabía que no iba a ser satisfecha.
- Alguien que es importante para mí.
No fue culpa tuya...
Adam dio un trago particularmente largo y se reclinó, echando mano de un gran sombrero de paja que había comprado en el mercado. Se tapó la cara con él, aunque el Sol le tostaba el resto del cuerpo. Aun así, no se refugió en la cabina. Por algún motivo le apetecía respirar el aire exterior. La libertad.
- Adam.
- ¿Qué quieres ahora?
- Tuviste la ocasión de suplantar al rey. Podrías haber evitado la guerra y haber ocupado su lugar al mismo tiempo.
- Ya. ¿Y?
- ¿Cómo que "¿Y?"? ¿Acaso no querrías vivir como un rey?
Adam levantó el sombrero un par de centímetros, lo justo para ver el atardecer tiñendo de naranja incandescente las laderas cobrizas de las Montañas Bermejas. Sonrió, de tal modo que nadie más que él podía saber por qué sonreía.
- No. Todo el mundo quiere matar a los reyes.

FIN

miércoles, 23 de noviembre de 2016

El Rey de las Ilusiones, Episodio VII: Convergencia de traidores

(Enlace a Wattpad: Episodio VII)

Ha sido demasiado fácil, pensaba Himdel de Zawisza mientras se acercaba al cuerpo sin vida que se sacudía con espamos sobre la roca encharcada de sangre. El virote había entrado cortando la tráquea y había salido llevándose por delante la columna vertebral, matándolo al instante. Adam Rasby yacía boca abajo, caído en una postura ridícula que al monarca llegó incluso a causarle lástima. Estaba decepcionado, se esperaba un adversario mucho más desafiante que el que acababa de desnucar de un solo tiro. Le dio la vuelta al cadáver, encontrándose con los ojos empañados de un hombre muerto. Eran de un marrón avellanado... pero no debían serlo. Frunció el ceño. Él recordaba unos ojos azules y pálidos, de aspecto frío. Esos ojos... de pronto, se volvieron azules. Un segundo después, marrones otra vez. Y luego, un trozo de la cara se volvió de piel morena y tostada por el sol. Unos mechones de pelo castaño y liso pasaron a ser negros y rizados. Himdel apretó los dientes, sabiendo lo que pasaba justo antes de verlo con sus propios ojos: como una capa de cera que se derritiera, las rasgos de Adam Rasby fueron disolviéndose y desapareciendo del cuerpo que los lucía. Hasta que sólo quedó el cadáver de un hombre de mediana edad y rasgos madenos, vestido con nada más que unos harapos sucios y rasgados. Al cuello llevaba un amuleto mágico que el rey conocía muy bien.
- ¿Quién demonios es este tipo? - Balbuceó incrédulo, retrocediendo unos pasos.
Hasta que dejó de retroceder. Su espalda frenó en la punta de un enorme cuchillo de caza cuya punta brotó por debajo del esternón, derramando una cascada de sangre caliente, oscura y espesa que corrió abajo por su vientre tembloroso. Himdel soltó la ballesta, cayó de rodillas y gimió sin lograr articular palabra, derramando hilos rojos por la boca y la nariz. El cuchillo salió de su cuerpo con la misma violencia, dejando una larga salpicadura tras su espalda arqueada. Mientras la vida se iba apagando en sus ojos, pudo ver cómo se plantaba ante él un hombre blanco, de cabellos castaños y ojos azules fríos como el metal. Adam Rasby cogió el amuleto que colgaba del cuello del hombre muerto y se lo guardó en la chilaba con gesto indiferente. Luego se volvió hacia el rey moribundo:
- ¿Que quién es? Es muchas cosas. Ladrón, asesino, violador... Y, hasta hace poco, uno de los prisioneros de estas mazmorras. Le pedí hacer esto a cambio de liberarlo y, por lo que se ve, siguió mis instrucciones a la perfección. Ya veis, Majestad, que aprendo muy rápido de lo que escucho.
Himdel apretó los dientes, sintiendo que un frío condenatorio se extendía por sus órganos internos a medida que se vaciaban de sangre sobre el suelo de roca. Adam volvió la mirada a la cueva secreta que acababa de abrir su desafortunado doble, chasqueando la lengua con decepción:
- Lo que hay ahí dentro no debería caer en manos de hombres como vos, Majestad. No sé cómo lo habéis sabido ni hasta qué punto está implicado en todo esto ese mago de pacotilla, pero por lo pronto sospecho cuál fue la razón por la que tuvo que irse de este palacio en su día. Azayel le ofreció al padre del Rey Hielam este artefacto, ¿verdad? Y Hielam, haciendo bien, se negó a utilizar semejante arma de destrucción masiva. Expulsó al mastari y este se limitó a buscar a otro rey interesado que le permitiera acceder de nuevo a este lugar. Lo planeó junto con vos. El bueno de Hielam no debe de saber nada, su padre no se lo reveló a nadie. Así que ahora estáis donde queríais. Decidme, Majestad: ¿Tanto confiáis en que ese mago comparta con vos el poder de la Novena Tormenta? - El agonizante rey aún se estremeció al oír el nombre del artefacto - Si lo consigue, no os necesitará para nada. Aunque dudo que sepa cómo utilizarlo, dado que ni siquiera supo abrir él mismo esta cripta. No... claro que no. Él se aseguró de que yo estuviera aquí para abrirla. Por eso logré escapar aquella noche, la primera vez que lo intenté. Los jinetes del rey pisándome los talones... una flecha en las ancas de mi caballo... No habría tenido nada que hacer de no ser por la tormenta de arena que salió de la nada y me ocultó de mis perseguidores. Y, por muy rápido que corra, sé que no pude recorrer en unas horas una distancia que a nosotros nos ha tomado días. Sé que, para alguien no acostumbrado al teletransporte, es habitual perder el sentido y olvidar las horas previas. Ese mago vuestro me sacó de allí y me dejó tirado justo en vuestra ruta, de modo que me encontraseis al poco tiempo.
Himdel no tuvo ocasión de contestar. Su corazón se paró cuando ya no le quedó nada más que bombear. El cadáver del rey de Salén yació en un charco de sangre tan grande como el que había derramado el falso Adam. Por lo visto, la sangre de los monarcas no era azul en la práctica. Adam respiró hondo antes de decidirse a entrar en la cripta, pensando que al haber utilizado el amuleto había puesto en riesgo el ritual. Pero de todos modos la función de aquel presidiario ahora muerto había sido la de cebo y seguro de vida. De haber salido algo mal, ya se habría encargado él mismo de abrir la cueva después de eliminar toda amenaza. Se preguntó dónde estaría el mago en aquel momento y lo que dedujo fue que probablemente estuviera pisándole los talones. Quizá esperándolo a la salida del túnel, cargando una llamarada o una bola de rayos. El proceso de desmantelar la Novena Tormenta iba a ser largo, de modo que no se permitió más retrasos. Excepto uno. Uno que cambió irreversiblemente el destino de los Reinos del Sur: miró otra vez el cadáver. De repente era calvo, imberbe y con una enorme cicatriz diagonal por toda la cara. Y llevaba un amuleto mágico al cuello.
- Joder... - Balbuceó, casi sin habla - Jack Serpes.
Las piezas encajaron como las fauces de un cocodrilo sobre la carne: fuerte y desgarradoramente. Aquella estrategia no la habían pactado Azayel y Himdel, sino Azayel y Serpes. El hombre que en aquellos momentos iba a ser colgado por el cuello en la plaza central de la Alta Cammota era el auténtico rey de Salén. Ahora todo cuadraba, todo. El líder de los asesinos había sido el cómplice del mago todo el tiempo. Aquella noche, en Vergi Garda... ¿Cómo no lo había deducido primero? El mago había sabido que Serpes estaba en la tienda del rey. Él mismo se lo había dicho telepáticamente, para que acudiera a paralizar a Himdel y dar el cambiazo con los amuletos. Igual que le había avisado de que Adam corría por el desierto con los guardias reales encima, para que pudiera teletransportarse allí y salvarlo. Contaban con llegar antes de que intentase entrar aquí, pensó Adam, y encontrarme en la ciudad. Pero en lugar de eso tuvieron que rescatarme mientras huía. Si tan sólo hubiera logrado abrir esto la primera vez... Qué cojones, ni así. Los guardias no bajan aquí si nadie les avisa. Esos putos Sombríos se aseguraron de que me descubrieran. Si todo hubiera salido bien... este cabronazo sería el nuevo rey de Salén y nadie sabría nada. Pero... ¿Cómo? En cuanto ahorquen al rey, el amuleto dejará de funcionar y se revelará el engaño.
A no ser...
A no ser que Azayel esté presenciando la ejecución ahora mismo y use su magia para mantener el efecto del amuleto. Así... podría hacer pasar el cadáver por el de Serpes hasta que lo quemen. Y, mientras, Serpes estaría aquí, robando la Novena Tormenta. Pero... Mierda. Ahora Serpes está muerto. Si el auténtico Himdel muere ahorcado aquí y la verdad sale a la luz, será la guerra con Madena. Y la guerra con Melida ya está en marcha desde el incidente en el Cañón de la Víbora. Habrá una maldita guerra a tres bandos en este desierto como no rescate a ese rey ahora mismo. O podría... Podría suplantarlo yo... Y luego deshacerme de ese mago insufrible...
Tengo que decidirme ya.
...
Ninguna otra ejecución había tenido tanto público en la historia de Madena. No se veía el suelo de la plaza del palacio, no se veía más que un apretado y espeso mar de espectadores que se congregaban en torno a un patíbulo recién levantado en el centro. Las voces hacían retumbar toda la alta ciudad, absolutamente todos sus residentes se congregaban allí para ver cómo el protagonista de mil leyendas para no dormir era empujado a palos hasta la soga que habría de cerrarle los ojos para siempre. Nobles, burgueses, criados, soldados, guardias reales, taberneros, mozos de cuadra, extranjeros que se preguntaban quién narices era aquel desgraciado... Como una sola marea humana, se daban de codazos para verlo de más cerca, para echar un vistazo a aquel mítico asesino fantasmal con la cara cortada. Y, predeciblemente, retrocedían turbados y algo defraudados al comprobar que a su mito viviente se le caía la baba y los ojos le hacían chiribitas como dos canicas locas. Circularon, como corrientes marinas en un océano de caras expectantes, incontables rumores sobre el estado de debilidad mental del ajusticiado. Unos supusieron que el inquisidor se había entusiasmado demasiado con las torturas y lo había dejado idiota. Otros, más escépticos, que el rey les estaba dando gato por liebre y aquel sólo era un retrasado cualquiera al que querían hacer pasar por el infame Sombrío. Por supuesto, ninguno imaginaba quién era el hombre que veía acercarse la muerte desde debajo de una cara que no era la suya. Sin poder gritar. Sin poder hablar. Sin poder desenmascarar al traidor que lo anulaba desde uno de los balcones del palacio, sentado junto a un trono vacío. Un trono que le pertenecía a él.
Vamos, Majestad, sólo será un momento, pensaba Azayel, aguardando con una impaciencia creciente mientras echaba nerviosas miradas al asiento sin rey que había a su lado. ¿Dónde demonios estás, gilipollas? Ese muerto de hambre no puede haber podido contigo... Sí, sé que es un... uno de ellos. Pero no puede haberte vencido, joder, no puede haber matado a Jack Serpes. Si pudiera usar la telepatía un sólo segundo y ver si estás ahí... pero si la uso, no podré seguir anulando el cerebro de este idiota. No hasta que esté colgando del cuello y no pueda hablar. Entonces sí... Entonces podré usar mi magia para hablar contigo. Sólo, claro hasta que el otro imbécil se muera y tenga que centrarme en mantener el hechizo del amuleto. Joder, sólo espero que no se le rompa el cuello nada más colgarlo. Pero todo el mundo se está preguntando dónde estás...
- ¡Mastari! - Le gritó el Rey Hielam, que observaba la ejecución desde el balcón de al lado, convenientemente más elevado y con un trono el doble de grande - ¿Dónde se ha metido vuestro señor?
- Aparecerá de un momento a otro, Majestad - dijo el mago con fingida seguridad, procurando no desconcentrarse -. No os preocupéis, llegará a tiempo para la ejecución.
- ¡Oh, no será un problema! - Rio Hielam, haciendo aspavientos con la mano y dando un trago a una copa dorada - ¡Le esperaremos, qué cojones! ¡No quiero que mi invitado se pierda el espectáculo y queda día de sobra!
Azayel apretó los dientes, maldiciendo todo lo que se le vino a la mente. Se planteó ir él mismo a buscar a Serpes y, de paso, a ese Adam y la Novena Tormenta. Podía seguir usando el hechizo aturdidor a distancia. Si estaba ahí era porque no podía mantener la ilusión del amuleto si perdía contacto visual con el cadáver que lo portara, pero si no iban a ejecutarlo hasta el retorno del rey no tenía sentido esperar allí. Ya iba a ponerse en pie cuando Jericho apareció a su lado, respirando tranquilo y secándose el sudor de la frente:
- Su Majestad ya viene - informó, quedándose de pie junto al trono -.
El alivio del mastari duró exactamente un segundo, el que tardó Jericho en coger aliento antes de hablar de nuevo:
- No sé por qué, pero no quiere venir al balcón - dijo encogiéndose de hombros -. Ha ido directo a la plaza.
En ese momento comprendió que todo iba a fallar, pero aguantó la compostura hasta el último segundo. Como quien se queda de pie en un barco a punto de hundirse, sintiendo las tablas desencajarse bajo el embate de las aguas. Miró al patíbulo, donde Jack Serpes aguardaba de pie, con la soga al cuello y los pies sobre la trampilla que el verdugo esperaba a abrir con un empujón a la palanca. Miró al balcón superior, donde Hielam observaba la plaza con el ceño fruncido, preguntándose algo en voz baja y cruzando miradas confusas con sus sirvientes. Por último, miró a la plaza: el océano de observadores se abría en un pasillo de rostros incrédulos y gargantas que enmudecían como llamas bajo la lluvia. Y por ese pasillo caminaba el Rey Himdel de Zawisza, dando largas zancadas y buscando con la mirada en todas direcciones. Buscándole a él. Así que lo tenías tú, hijo de puta. El amuleto que perdí. Mierda... Pensé que te vendría bien para infiltrarte en la cripta, así que no te lo quité... y ahora lo has usado en mi contra. Te odio, Adam Rasby. Quiero decir, Adam...
- ¡Majestad, ¿qué estáis haciendo?! - Gritó el Rey Hielam desde su palco, señalándole el que había reservado para él - ¡Vuestro sitio está aquí!
Toda la plaza guardó silencio, todos contuvieron el aliento hasta que sólo se oían sus respiraciones tensas en el bochorno de la tarde. De modo que pudieron oír perfectamente lo que el rey gritó al alcanzar el patíbulo:
- ¡Lo que hago es evitar que me matéis! - Anunció a la vez que subía a la plataforma y sorteaba con agilidad al verdugo, que de todos modos no se atrevió a cortarle el paso.
Nadie entendió lo que decía. Un segundo después, pocos lo hicieron. Y pasaría bastante antes de que todos lo entendieran, si eso pasaba algún día. Himdel de Zawisza agarró a Jack Serpes de la cabeza y se la sacó con cuidado de la soga, dejándolo sentado sobre la madera. Alargó la mano hacia su cuello y dio un tirón, como arrancando un colgante invisible. Sólo que ese colgante se hizo visible de inmediato en su mano. Igual que se hizo visible la verdadera cara del hombre que acababa de rescatar de la horca: Himdel de Zawisza. Por un momento reinó un estupor y una incomprensión absoluta. Dos reyes idénticos sobre el patíbulo, uno sentado y balbuceando con mirada de idiota y otro de pie, sacando pecho y volviéndose hacia el palacio con aire retador. Clavando la mirada en el mago que lo miraba desde su trono. Pálido como la cera y cargando ya la magia en sus manos.
- ¡¡ESE MAGO ES UN TRAIDOR!! - Rugió tan fuerte como pudo, de modo que la onda de su voz fue helando la sangre de los presentes a su paso.
Acto seguido, otro colgante mágico tintineó sobre el entarimado. Donde antes había un rey, hubo un extranjero de piel pálida, pelo castaño y ojos azules como carámbanos. Y, donde antes había un mago, de pronto no hubo más que un orbe de luz parpadeante que se extinguía poco a poco.
Cada segundo contaba desde ahora.

martes, 22 de noviembre de 2016

El Rey de las Ilusiones, Episodio VI: Cartas boca arriba

(Enlace a Wattpad: Episodio VI)

La mañana del regicidio, Valum y Egis, los dos consejeros más cercanos al rey, aquellos que durante más de quince años habían estado a su lado en los más espléndidos eventos y las más oscuras crisis, se despertaron con el corazón en un puño. Había sido un largo servicio, durante el cual habían aprendido que la cabeza de un monarca rara vez piensa por sí sola y que, cuando lo hace, todo lo que consigue es demostrar para qué están los consejeros. Ellos habían intentado disuadirle, por todos los medios habían insistido en que aquella vez no estaba pensando lo suficiente en la elección que hacía. Habían aconsejado paciente y sabiamente, todo lo que habían podido, pero ni siquiera tras su longeva lealtad el monarca se había dignado a escuchar sus argumentos. Todo por culpa de ese maldito mago. Desde la llegada de Azayel al palacio, las cosas habían cambiado mucho. Ahora el Rey Himdel ya sólo tenía oídos para su querido mastari, sólo escuchaba lo que salía de sus labios viperinos. Y el resto de consejeros, como el atajo de lameculos que eran, sólo sonreían y asentían ante las locuras de su gobernante. Aliarse con Melida... ¿Qué demonios se le pasaba por al cabeza? Madena era una opción infinitamente mejor. Más rico, más grande, más fuerte, más influyente y más amigable. Hielam de Cammota debía ser su aliado, era absurdo pensar lo contrario. O lo había sido hasta que el mago de los cojones llegó con la boca llena de insultos y -seguramente falsas- acusaciones hacia su antiguo señor. Que el mago se sintiera despechado, no importaba. Que él no hubiera servido al actual rey, sino a su padre, no importaba. Nada importaba. El mastari tiene razón. El mastari es sabio y sabe de lo que habla, él ha trabajado para Madena. Sigamos su consejo.
Enviaré una carta al rey de Melida, comunicándole que acepto la alianza con él.
De ninguna manera, habían pensado Valum y Egis al unísono. Nuestro aliado será Madena, gilipollas descerebrado. Aunque para eso tengas que dejar de ser tú nuestro rey.
Y eso es lo que iba a suceder esa mañana, en cuanto el rey se despertara y desayunara. En cuanto se bebiera el veneno de escorpión reticulado que un sirviente, siguiendo órdenes de Egis, había vertido en su bebida. Era perfecto. Les había llevado semanas encontrar un veneno tan apropiado como aquel. Habían consultado a médicos, a druidas y a alquimistas hasta dar con una toxina que no pudiera ser detectada ni con los análisis mágicos más exhaustivos, y que para colmo imitaba a la perfección los síntomas de un paro cardíaco. El rey no estaba en edad de sufrir ataques al corazón, pero de todos modos no se harían muchas preguntas. En una situación de inestabilidad política como aquella, primaba mantener la imagen de firmeza y orden en el reino. Y eso se conseguía olvidándose de minucias y poniendo en el trono al heredero antes de que el cuerpo de su predecesor se hubiera enfriado. Sí... Su hijo Rasvan fantaseaba desde hacía tiempo con sentarse en el lugar de su padre, al que había llegado a despreciar bastante en los últimos años y a odiar con todas sus fuerzas al saber que pensaba aliarse con Melida. De modo que el joven príncipe también despertó esa mañana con el corazón en el puño, sabiendo que los minutos de su progenitor estaban contados.
- ¡El rey está sufriendo un ataque! - Gritó histérico uno de los sirvientes, saliendo de sus aposentos con la mandíbula desencajada - ¡Llamad al médico, rápido!
El médico no servirá de nada, pensaba Rasvan, sonriendo mientras lo oía todo desde su cama. Después de todo, esos muermos de Egis y Valum sí que servían para algo. Aunque una cosa tenía clara: iban a durar poco bajo su reinado.
No quería rodearse de los mismos traidores que el botarate de su padre.
...
- ¿Y quién estará en este mismo instante siendo asesinado en vuestro lugar, Himdel? - Preguntó Hielam antes de engullir un pastelito de miel y sésamo.
- Gracias a mi querido mastari, sabré el momento exacto de su muerte - sacó de su bolsillo una canica cristalina que brillaba con un azul tenue -.
Una vitaesfera, pensó Adam, esforzándose por disimular. Conocía esas pequeñas perlas. Sabía que podían percibir la energía vital de una persona desde una distancia ilimitada. Brillaban mientras dicha persona viviese. Se apagaban cuando dejaba de hacerlo. Himdel posó la vitaesfera con más bien poco interés, dejándola rodar por la mesa hasta chocar con la tetera. Se sirvió más té y contestó a la pregunta del rey de Madena:
- El hombre que ahora mismo luce mi cara, mi cuerpo y mi voz en Salén es un viejo conocido. Era uno de mis mejores guardias reales hasta que descubrí que sisaba cosas del palacio para pagar sus deudas de juego y su afición a la bebida. Le di la oportunidad de librarse del patíbulo si a cambio realizaba para mí una misión de alto secreto. Hay que admitir que se le da bien imitarme - sonrió estremecedoramente -. Ese desgraciado lleva semanas dándose la vida de un rey. Supongo que ahora morirá como uno.
- O no - le recordó el rey de Madena -. ¿Estáis seguro de que esa conspiración es real?
- ¿Me habría tomado tantas molestias de no ser así? Mi hijo lleva jugueteando con esa posibilidad mucho tiempo, se lo noto en los ojos. Y ellos... Valum y Egis... si es que no hay alguno más metido. Todos dicen serme fieles, amigo Hielam, pero estaréis de acuerdo en que no se mantiene un reinado largo sin estar alerta. Anunciar mi alianza con Melida ha sido la prueba definitiva. Si estoy en lo cierto...
Sus palabras se vieron interrumpidas cuando la canica azul sobre la mesa empezó a parpadear con una luz intermitente que se iba debilitando a pasos agigantados. Los dos reyes contuvieron el aliento y clavaron la mirada en la vitaesfera, que no tardó más de cinco segundos en apagarse, convertida en una simple canica cristalina y opaca. Adam entendió: el cebo había sido mordido. Y los peces, pescados. Hielam sonrió y asintió, impresionado. Himdel miró la canica con rostro imperturbable, como si la sospecha que le había mantenido los ojos abiertos tantas noches le hubiera arrancado las emociones al confirmarse. Su mirada era una mezcla de alivio y decepción. Pasaron casi un minuto en silencio, comprendiendo que Himdel no se había excedido en absoluto. Excepto para una cosa:
- Hay algo que no entiendo, Majestad - saltó Hielam, frunciendo el ceño -. Por lo que me ha contado mi servicio secreto, sí que llegó una carta a Melida manifestando vuestro propósito de formar una alianza. Y los melideses enviaron a un emisario en dirección a Salén para negociar en persona los términos de dicha unión.
- Sí, y nosotros interceptamos y aniquilamos esa caravana - dijo Himdel, volviendo a la realidad con un brillo pícaro en los ojos -. Ahora, en Melida se respira cierta esperanza y tranquilidad ante la perspectiva de una alianza con mi país. Es el momento justo de que nuestras tropas se unan y los aplasten, amigo Hielam. Antes de que sepan la suerte que corrió su emisario en el Cañón de la Víbora.
Adam había averiguado mucho más de lo que esperaba. Sólo se había colado allí por mera curiosidad, y desde luego sin planes de ser testigo de una de las mayores jugarretas de la historia de los Reinos del Sur. Pero la reunión iba a finalizar de un momento a otro y su verdadero objetivo lo llamaba a las profundidades del Palacio Real de Cammota. Tres pequeñas bolsitas de cuero ocultas bajo su brigantina ilusoria contenían la llave a ese objetivo. Sólo que ahora estaba completamente seguro de que no podía intentarlo como la última vez. Debía dar un pequeño rodeo primero para asegurarse de no acabar otra vez corriendo por las calles de la Alta Cammota y desplomándose en el desierto con los jinetes del rey pisándole los talones.
...
- ¿Qué demonios le pasa? - Preguntó con impaciencia el inquisidor real, que ya calentaba en el fuego las tenazas reglamentarias - ¿No le habéis quitado la parálisis, Mastari?
Azayel Asayat asintió con cara de circunstancia, las gotas de sudor bajándole por su rostro de reptil. Miró durante unos segundos el atolondrado rostro de Jack Serpes, cuyos ojos hacían chiribitas mientras un fino hilo de baba se le iba descolgando de la lánguida boca. El líder de los Sombríos parecía haber perdido un trozo de cerebro, tal y como si acabaran de practicarle una trepanación con resultados desastrosos. Balbuceaba con la mirada perdida, retorciendo sus laxas manos y dejando que la cabeza girase sin rumbo claro sobre el cuello. Estaba totalmente ido. Como un retrasado mental. El inquisidor comprendió con disgusto que ese manojo de delirios no iba a ser capaz de confesar una sola palabra por más uñas que le arrancase. El mago, por su parte, sólo maldijo con cuantas blasfemias conocía. Un daño mental como ese no podía ser por culpa del hechizo de parálisis. Debía haberlo supuesto, se lamentó Azayel, resoplando. Los Sombríos mantienen entre sí una fuerte conexión telepática, casi como si sus mentes fueran una. En el momento en que sus súbditos lo abandonaron, perdió esa conexión con todos ellos al mismo tiempo. Ahora sufre un desgarro psíquico. Su cerebro ya no puede pensar por sí mismo.
- No hay forma de reparar un destrozo como este - anunció finalmente el mastari con voz frustrada -. Lo siento, pero no es culpa mía. Sus propios subordinados le hicieron esto cuando lo capturamos. Quizá para asegurarse de que no podría decirnos nada.
- Me cago en la puta - se lamentó el inquisidor, que ya había puesto las tenazas al rojo -. Pues que le quede claro al rey que yo no lo he dejado así.
- Supongo que a este montón de carne ya sólo le espera la horca - comentó Azayel antes de salir de la mazmorra con los puños apretados -.
...
Adam hubiera agradecido tener ojos de camaleón durante los largos minutos que duró el ritual. Así hubiera podido mantener uno vuelto hacia atrás, cubriéndose la espalda en aquel oscuro túnel rocoso que discurría bajo los más profundos sótanos del palacio, y el otro hacia el suelo, donde sus tensas manos trazaban con sumo cuidado el glifo ritual, dejando caer las sales que portaba en tres saquitos de cuero. Primero, un triángulo equilátero con la primera de las sales, que tenía un color rojizo y olía levemente a óxido. Fue trazándolo a su alrededor, quedándose él en el centro, tal y como le habían indicado. Seguidamente, abrió el segundo saquito y extrajo unas sales verdes con un agradable aroma a flores. Las esparció formando el círculo más perfecto que pudo, de modo que el triángulo quedara inscrito dentro de este. Para terminar, el tercer saco, del que extrajo una sal fina de color amarillo y olor a azufre. Con esta formó tres radios que brotaban del centro del círculo y acababan en las puntas del triángulo. Procurando no pisar las sales, empezó a recitar en susurros las palabras que aparecían escritas a toda prisa en un trozo de pergamino que sacó de su chilaba. Tenía que darse prisa. Había tenido que dejar el amuleto a la entrada del túnel, sabiendo que cualquier fuente de magia podía interferir en la activación del glifo. Sin la ilusión mágica que lo hacía pasar por un guardia, cualquiera que lo pillara ahí abajo lo reconocería al instante. Y eso ya le había pasado la vez anterior. Ahora conseguiría completar el ritual.
- Udan t'zhar shaheleivadish'oknor - un leve temblor sacudió el suelo, como si hubiera tirado de una trampilla invisible -. Vele'hish ze'secram audash halem'hid - las sales empezaron a brillar, emitiendo pulsos intermitentes de sus respectivos colores -. Auroch'vela simmerth se'clanth daforsis - empezaron a estallar pequeñas chispas que prendieron las sales con llamas blanquecinas -. Senereth ta'harian sec'cubuth rem.
Adam sintió el impulso de saltar fuera del cerco cuando unas intensas llamas blancas recorrieron los trazos de sal, alzándose hasta un metro de altura. Pero no lo hizo, sabía muy bien que eso interrumpiría el ritual. El fuego blanco lo envolvió, lamió su piel, pero en lugar de quemarlo le hizo sentir un intenso cosquilleo. La magia vibró en el aire como un címbalo, intensificándose mientras la cegadora luz de la hoguera salina danzaba por las paredes de roca en un claroscuro cambiante. Contempló con el corazón en vilo como la pared ante él se iba a abriendo con un desliz siseante. La roca se separó cómo un ojo que alzase sus párpados después de un sueño de miles de años, revelando tras su umbral un oscuro túnel del que brotaron susurros fantasmales transportados por un soplo de aire tan frío y espeso como el aliento de la muerte. La abertura terminó de ampliarse al cabo de casi un minuto. Las llamas retrocedieron hasta apagarse, dejando únicamente el glifo brillante que Adam había trazado en el suelo. De pronto pareció que la temperatura hubiera caído en picado. La atmósfera espectral que manaba de la cripta recién desbloqueada evocaba la sensación de verse rodeado por muertos que extendieran hacia él sus brazos esqueléticos. Era la atmósfera de un lugar maligno.
- Ya tienes lo que querías - dijo Adam en voz alta, respirando hondo -.
- En efecto - respondió una voz complacida tras su espalda, haciendo que el extranjero se sobresaltase (cosa muy rara en él) y se volviera con la mano en el mango de un enorme y afilado cuchillo de caza -. Esto es lo que quería.
Adam no respondió. Se había quedado atónito al ver a la persona que lo había seguido hasta allí abajo: el hombre que le apuntaba a la cara con una enorme ballesta era nada menos que Kunaharan. Mejor dicho, Himdel de Zawisza. El rey de Salén.
- ¿Sorprendido, Adam? - Sonrió Himdel, cerrando un ojo para apuntar mejor - Enhorabuena, ya sabes por qué te recogí en el desierto. ¿Creías que un hombre como tú puede pasar siempre desapercibido? No, amigo, no tú. Sé perfectamente quién eres. Y quién no eres. Así que, ¿qué tal si prescindimos de las farsas y usamos tu verdadero apellido? Rasby te resulta muy útil, desde luego. Un apellido típico de un orfanato, mucho más difícil de verificar y rastrear. Me pregunto cuántos nombres falsos más te habrás inventado. Pero, sobre todo, me pregunto cómo has sido tan ingenuo. ¿Elegir bando? ¿Crees que yo habría elegido entre Madena y Melida, cuando podía aprovechar su guerra para beneficiarme de ambos? Me resultaba mucho más ventajoso ser neutral. Y así habría seguido siéndolo de no haber sabido de la existencia de esta cripta y de lo que contiene. Ese seboso de Hielam ni siquiera sabe lo que tiene bajo sus aposentos.
Adam no contestó. Su rostro se había quedado congelado, su cuerpo en tensión. Sabía que el rey estaba esperando una respuesta. Así que no se la dio. Con la ballesta apuntándolo, no tendría otra alternativa para salvarse que pillarlo por sorpresa. Movió los labios, preparándose para hablar. Un cuarto de segundo después, arrojó el cuchillo contra el vientre de Himdel y saltó hacia un lado, apartándose de mira de la ballesta. Otro cuarto de segundo después, el cuchillo impactó contra la ballesta, rebotando con un chasquido metálico. Himdel la había bajado a tiempo para interceptar el cuchillo. No lo había pillado tan desprevenido. Sobre todo, lo que Adam más lamentaría fue no haber tardado un poco más en saltar. Quizá así el rey no se habría dado cuenta hasta haber disparado y fallado. En lugar de eso, no apretó el gatillo.
Y, cuando Adam aterrizó a escasos dos metros de donde estaba, sin cobertura posible, nada pudo hacer para evitar que un virote con punta de acero le entrara por la garganta.

domingo, 20 de noviembre de 2016

El Rey de las Ilusiones, Episodio V: La máscara en una cara

(Enlace a Wattpad: Episodio V)

Adam fue el primero en bajar la ballesta. El soldado que lo cubría con su escudo había muerto hacía rato, alcanzado por una flecha en el ojo derecho que por poco no le había atravesado la cabeza. La manivela seguía en su mano, la cuerda a medio tensar. Ya no había a quien disparar: los Sombríos se habían desvanecido tan rápido como habían aparecido. Apenas medio minuto atrás, la caballería de Jericho había bordeado la espesa jungla del oasis y los había acorralado con un barrido por la espalda, cortándoles toda retirada y dándoles una despiadada caza entre los árboles. Hasta que los asesinos habían demostrado que, si no habían desaparecido primero, era porque no habían querido. Simplemente, de pronto ya no hubo un sólo hombre de gris en todo Vegi Garda. Los escavangers siguieron gritando, disparando flechas a las sombras y cercenando arbustos a espadazos durante un buen rato, hasta que a poco a poco se dieron cuenta de que eran los únicos que perturbaban en el silencio. Ya sólo se oían los grillos, las ranas y los gemidos de los hombres y caballos malheridos que se desangraban y temblaban con espasmos sobre la arena rojiza. ¿Por qué se habían retirado de repente? ¿Acaso...?
- ¡Inútiles! - Gritó una indignada voz que resonó por todo el oasis, acompañada de unos firmes pasos procedentes de la tienda del patrón - ¡Putos borregos! ¡Subnormales!
Adam resopló, volviéndose hacia el origen de tan cariñosos apelativos: Kunaharan salió medio desnudo a la luz de la luna, con el rostro tenso como la cuerda de un arpa y los ojos muy abiertos. Justo como alguien que acabase de ver la muerte desde muy cerca. Tan cerca como para que no cupiera un cabello entre él y ella.
- ¡¿Se supone que los escavangers son la élite de los cuerpos de seguridad?! - Tronaba enfurecido, señalando a un bulto envuelto en tela gris que en ese momento salió de su tienda y cayó al suelo como si alguien lo pateara - ¡Mirad quién se ha colado delante de vuestras narices, gilipollas! ¡Casi me matan!
Los escavangers eran en su mayoría gente recia, dura e inexpresiva. No obstante, era fácil saber por sus miradas cuándo los tenían por corbata y esa era una de esas ocasiones. El bulto envuelto en tela gris era, por supuesto uno de los Sombríos y la persona que lo había pateado fuera de la tienda era nada menos que el mastari. Azayel se limitó a darle la vuelta con el pie, revelando la cara del individuo: se trataba de un hombre completamente calvo y afeitado, con una cicatriz diagonal que pasaba por su ojo izquierdo y le llegaba a la comisura derecha del labio, dejando una nariz deforme de aspecto macabro. La visión de aquel hombre despertó una oleada de respingos, murmullos y blasfemias por lo bajo. Saled, que se había acercado en silencio, le dirigió a Adam una mirada interrogante. El extranjero se dignó por una vez a darle explicaciones:
- Ese hombre encaja con todas las descripciones, más o menos fiables, que se tienen de Jack Serpes, el líder de los Sombríos. Por eso sus subordinados han huido. Según su código, tienen terminantemente prohibido actuar sin órdenes previas. Si el líder es capturado, deben abandonarlo inmediatamente, pues en ese momento queda destituido y se convoca una asamblea para elegir al nuevo. Podría decirse que ese mago ha cortado la cabeza de la serpiente.
El carrero tragó saliva, asintiendo. La ira de Kunaharan estaba justificada. Había contratado a unos guardaespaldas de élite, que, por lo visto, no estaban a la altura de un asesino de élite. Serpes se había deslizado entre ellos sin siquiera ser visto. Y sin embargo ahora yacía sin sentido en la arena. Adam supo de inmediato que Azayel le había lanzado un hechizo de parálisis, cuyo efecto sólo terminaba cuando fuera deshecho por otro mago. De ninguna manera matarían a un personaje tan importante y con tanta información. Era demasiado valioso, en especial para el reino al que se dirigían. Madena se alegraría de verlo aparecer con un prisionero como ese. Lo que no supo entender fue cómo el mastari había sabido que el asesino había entrado en la tienda. No podía haberlo visto, él luchaba con los demás en el bosque, lanzándoles rayos. Había tenido que recurrir a la magia para saber que Kunaharan estaba en peligro. Quizá algún tipo de telepatía, como la que usaban los Sombríos para comunicarse en silencio (y para enterarse de que su líder había sido atrapado, claro). Pero, que él supiera, para la telepatía era necesario que las dos personas supieran usar magia. Kunaharan tenía tanto de mago como él de ballena azul. ¿Había otros métodos que él no conocía? ¿Quizá servían para eso los extraños amuletos que había encontrado en el carro del mago, de los cuales tenía uno ahora escondido bajo la chilaba? Lo único que sabía era que esos amuletos no estaban registrados en el manifiesto de carga que había conseguido birlarle a Saled la noche anterior. La razón lo inquietaba. Sólo un poco.
- Jericho, quedará constancia de esta incompetencia cuando termine el viaje - le advirtió fríamente el patrón cuando consiguió distinguir al comandante bajo la capa de sangre pegajosa que teñía su capa blanca -. Que te quede claro.
Jericho no replicó. Muchos otros lo hubieran hecho, pero no un comandante escavanger. Esos hombres ya estaban acostumbrados a tratar con nobles y burgueses de las más altas esferas, de modo que sabían muy bien que una excusa o una disculpa eran lo peor que podían decir. Que lo mejor era guardar silencio, mirar al frente y asentir con la cabeza bien alta, con la fría diligencia que se esperaba de su compañía. Adam casi pudo sentir cómo ardían los infiernos en el interior de aquel impávido hombre, pero prefirió centrarse en el comatoso Jack Serpes, que en aquel momento estaban atando y metiendo en un carro como a un vulgar saco de patatas. ¿Qué demonios había pretendido hacer ese renegado? ¿Secuestrar a Kunaharan y apoderarse del convoy, tal vez? ¿Sabía acaso quiénes eran los que estaban acampados allí o era tan inocente como el bueno de Saled? Difícil saberlo con un hombre vegetal. Y algo le decía que justo por eso Azayel había elegido ese hechizo. Para silenciar una gran respuesta.
...
No pasaron más que tres días antes de que las crestas de las dunas dejaran por fin entrever las brillantes torres blancas de la ciudad de Cammota, capital del reino de Madena. El convoy por fin soltó el aliento, que llevaban conteniendo durante aquellas tensas setenta y dos horas mientras aguardaban el momento de oír silbar otra flecha, de ver aparecer otra horda de jinetes u otra bandada de cuervos grises con dagas inmisericordes. Y, sobre todo, los ojos que no se habían despegado del inánime cuerpo de Jack Serpes, temiéndose un traicionero ataque sorpresa, pudieron ya pasearse libremente por los tejados de los palacios que se erguían en la parte alta de la ciudad, tras una impenetrable muralla dentada por las balistas y catapultas que la defendían y recorrida por un reguero ininterrumpido de arqueros y ballesteros que recordaban a hormigas vestidas con casacas verdes. El mismo color verde lucía en los estandartes que se mecían al cálido viento en lo alto de los torreones de vigilancia que defendían la entrada a Cammota. Esta aparecía congestionada por un tapón de carros y jinetes que se congregaban al filo del desierto, volviendo las miradas con miedo al páramo del que venían y rebuscando en sus bolsas las monedas que habrían de pagar el impuesto por pisar aquellas calles empedradas y cubiertas bajo un continuo toldo de telas parcheadas extendidas entre los apretados edificios de adobe. Adam sabía que no se quedarían atascados allí, puesto que la gente pudiente tenía su propia entrada, que llevaba directamente a la zona alta sin tener que pasar por la miserable y maloliente existencia de los plebeyos a los que ignoraban. Avanzaron rodeando la primera muralla, hasta llegar a un punto donde esta se encontraba con la segunda, la que rodeaba la zona rica. Una larga y ancha rampa les permitió ascender a la colina en la que se codeaban los más poderosos de Madena, tras cruzar un portón el doble de grande y el triple de fortificado que el que se habían saltado abajo.
Apenas habían hecho falta más que un par de palabras de Kunaharan, unidas a un documento redactado en papel del caro que uno de los guardias leyó con los ojos desorbitados. Casi se le cayó la ballesta al devolvérselo al patrón, que sonrió con indisimulada superioridad. Después de eso todo el convoy entró a la ciudad alta sin una sola pregunta. Adam, que hasta ese momento había ido poniéndose progresivamente más nervioso, respiró tranquilo y trató de no llamar la atención, resguardado dentro del carro en absoluto silencio. Saled lo miró de reojo por el hueco de la cabina, pero no dijo nada. Sospechaba -acertadamente- que Adam habría tenido muchos problemas para entrar de no haber ido en ese convoy. Lo que no sospechaba era que, de hecho, si lo hubieran descubierto estarían llevándoselo ahora mismo. Con un par de grilletes en los pies y otro en las manos. Adam Rasby ya había estado en Cammota, de allí había escapado hacía lo que parecía ya un siglo. Concretamente, de la ciudad alta. Más concretamente, del lugar al que el convoy de Kunaharan se dirigió en ese mismo momento. Sólo que a ese lugar no iban a entrar todos los presentes. Al llegar a una espléndida plaza central adornada por un jardín exhuberante y la estatua dorada de un gran águila posada sobre una espada que se clavaba entre las flores, Kunaharan mandó detenerse a todos los carros. Ante ellos se alzaba el Palacio Real de Cammota.
- ¡A partir de este punto sólo seguiremos tres personas: Azayel, Jericho y yo! - Anunció el patrón, poniéndose de pie sobre el pescante de su carro - ¡Vuestro trabajo ha terminado, podéis dejar los carros y caballos en manos de los hombres del palacio, que vendrán en breve! ¡Mientras tanto, id pasando ante mi carro y se os pagará vuestro sueldo! ¡Os recuerdo que nadie está autorizado a abandonar la parte alta de la ciudad sin un permiso especial, de modo que antes de iros debéis presentaros en la Administración Real - señaló un edificio de aspecto sobrio pero imponente que se alzaba al otro lado de la plaza - y mostrar el sello que os entregaré junto a vuestra paga!
Adam estuvo a punto de soltar una carcajada sarcástica. Vaya con el falso mercader, pensó, que piensa que voy a intentar escaparme de aquí. Quiere tenerme controlado, porque cuando acabe con lo que quiera que haya ido a tratar con el rey, vendrá a hablar conmigo. Discreta y extraoficialmente. Así que se ha asegurado de que sea el único que no tendrá el sello, puesto que soy el único que no cobrará una paga. ¿Piensas que responderé tus preguntas a cambio de poder salir de aquí? Ni me molestaré en pedirte ese sello, cabrón creído. Tú has sido mi pasaje para entrar. En realidad debería darte las gracias. De otra forma habría sido un quebradero de cabeza, teniendo en cuenta que aún debo de seguir en busca y captura y que los guardias de la muralla no habrán olvidado mi cara. Mi cara... Esa vez sí que sonrió para sí mismo. Lo cierto era que no iba a costarle entrar en el palacio, ni de lejos tanto como la última vez. Al fin había averiguado para que servían esos amuletos sin declarar en el carro del mago. Y tenía uno en su poder ahora mismo. Recordaba vagamente cómo usar aquellos aparatos, aunque sus conocimientos de magia eran escasos y se limitaban a...
Olvídalo...
No fue culpa tuya...
¡Olvídalo, joder, concéntrate!
Tenía que moverse rápido y aprovechar las sombras. Al fin y al cabo él no era tan distinto de Jack Serpes y los suyos. La diferencia era que él todavía no estaba paralizado y camino de una celda a la que le seguiría la horca.
...
- Sois un hombre de lo más retorcido - sonrió un orondo monarca con cara de bonachón, hablando bajo el velo de un tupido bigote que nacía bajo su nariz redondeada -. Intuyo que nuestra alianza será muy interesante.
- Comparto vuestra intuición, Majestad - sonrió igualmente Kunaharan, haciendo una reverencia y dando un bocado al suculento cordero que humeaba en la mesa entre ellos -.
Los guardias reales que vigilaban la puerta podían oír perfectamente lo que su rey trataba con el recién llegado, pero se daba por descontado que ninguno de los dos revelaría una sola palabra. Porque probablemente ninguno de ellos tuviera ganas de ser despellejado con tenazas al rojo. Hielam de Cammota, como Kunaharan, se sentaba sobre un suave cojín ricamente adornado con filigranas de la mejor seda, en una estancia redonda bañada por la luz dorada que se filtraba por entre los ligeros visillos verdes y la gran cúpula cristalina que formaba el techo. Daban buena cuenta de la comida y la bebida, servidas por camareras con velos sobre el rostro y muy poca tela más sobre el resto de su sinuoso cuerpo. Normalmente, un emisario del rey, aunque recibiese toda clase de atenciones, no se sentaba a comer con el monarca de un país vecino, hablando con toda confianza. Pero es que no era este un emisario corriente. Y de eso se dio cuenta, aunque en realidad ya lo sabía desde hacía mucho, uno de los guardias reales que aguantaba rígido como una picota, lanza en mano. Aquel guardia miraba de vez en cuando a la puerta, preguntándose si el mago que en ese momento merodeaba a sus anchas por el palacio sería capaz de descubrir su truco si se lo encontraba. Al fin y al cabo, era una ilusión poderosa. La cara del guardia que había noqueado, atado, amordazado y arrastrado hasta un almacén cerrado hacía menos de media hora lucía completamente real sobre la suya. De hecho, el amuleto funcionaba tan bien que incluso su cuerpo, su ropa y su voz imitaban a la perfección los de aquel desgraciado. Mientras lo llevase colgado al cuello, Adam Rasby seguiría pasando desapercibido.
- Reconozco que era un plan arriesgado - asintió Kunaharan, sirviéndose él mismo más té de hierbas y dando un sonoro sorbo -. Jack Serpes estuvo a punto de capturarme. Recordadlo cuando le estéis aplicando las torturas pertinentes a ese traidor.
- Sí... - Asintió Hielam con maldad en los ojos - No podía iniciarse esta amistad con un regalo mejor. Serpes va a responder a muchas preguntas en cuanto ese mago vuestro le quite la parálisis. En estos momentos, el Mastari Azayel se encuentra en las mazmorras colaborando con el interrogatorio. Hemos de agradecerle sus esfuerzos a ese hombre, ¿no creéis? - Kunaharan asintió, aunque había tenido sus desavenencias con Azayel - Sin él, nada de esto habría sido posible. Un ilusionista de su calibre es difícil de ver en estos días. He oído que sus amuletos de suplantación son magistrales. Una lástima que mi padre tuviera que llevarse a matar con él. Como todas las cosas que hacía ese gordo imbécil, expulsar del palacio al mastari fue un tremendo error. Me alegra que al fin, aunque bajo vuestro estandarte, esté dispuesto a ofrecer sus talentos a mi reino una vez más.
Adam tragó saliva, entrecerrando los ojos. De modo que Azayel había servido antes al rey de Madena. Eso era intrigante. Pero no tanto como lo que oyó a continuación:
- Habrá sido duro tener que renunciar a vuestra identidad durante todo el viaje, amigo Himdel.
- He echado de menos las reverencias - se encogió de hombros (¿Kunaharan?), rebañando el último hueso -. Muy pocos sabían que no era un hombre de negocios. Y, desde luego, ninguno de esos idiotas sabía que viajaba con el mismísimo rey de Salén.

sábado, 19 de noviembre de 2016

El Rey de las Ilusiones, Episodio IV: Serpientes en la hierba

(Enlace a este capítulo en Wattpad: Episodio IV)

- Por fin un poco de verde - masculló Adam entre dientes, bajándose del carro y estirando las piernas entre la hierba, que le llegaba hasta la rodilla -.
- ¿Echas de menos el paisaje de tu país? - Preguntó Saled mientras ataba el carro a una gran palmera, quizá con la vana esperanza de que le revelara de dónde venía.
- Mi país no era verde - negó él, dando otro trago a la petaca, a cuyo sabor empalagoso ya se había acostumbrado -.
- ¿De qué color, entonces?
- Rojo - replicó con un tono cortante y duro, pero desprovisto de emoción, como el cuchillo de un carnicero -. Y negro.
Saled no necesitó que le aclarara lo que eso significaba. A esas alturas del viaje había tenido tiempo de enterarse de que Rasby era uno de los típicos apellidos que ponían en los orfanatos. Los que les daban a aquellos niños sucios de ceniza y sangre que quedaban a veces como un rastro del paso de los ejércitos, tirados en las cunetas con pocos o muchos rasguños y nadie a quien pedir ayuda. Los que les daban en aquellas casas oscuras y apestosas de humedad, aquellas casas de acogida que más bien parecían perreras. Y donde se les trataba de forma similar. En eso no había grandes diferencias entre los reinos del norte y los del sur.
- ¡Montad el campamento, rápido! - Ordenaba Jericho a sus hombres, aún sin bajar de su caballo - ¡Los lugares como este atraen a mucha gente peligrosa, no nos demoremos más de lo necesario!
- ¿Te preocupas ahora por la seguridad, Jericho? - Intervino Kunaharan, también subido todavía a su carruaje - Creía que tus hombres eran los mejores. Por eso os contraté.
- Con el debido respeto, Señor - se contuvo el comandante, mordiéndose perceptiblemente la lengua tras los labios apretados -, esto no es como el cañón. Estamos en Vergi Garda, uno de los oasis más frondosos de Hal-Nabuyah. Toda esta vegetación ofrece muchos más escondites que el Cañón de la Víbora. Aquí, cualquier enemigo podría aproximarse mucho a nosotros sin ser visto. Ni siquiera los sistemas de detección mágicos funcionan.
Kunaharan frunció el ceño, girándose hacia su mago, que en ese momento aparecía caminando a su alrededor, como si ya intuyera que se le iba a requerir. Azayel asintió con gravedad y señaló a su alrededor, a la espesura de maleza y palmeras que se expandía a su alrededor como un mar verde plagado de insectos cantarines.
- Veréis, Señor - se apresuró a explicar, aunque no parecía apurado en absoluto -. Los magos extraemos energía del entorno para generar nuestra magia. Esta se halla bajo cinco formas: tierra, agua, aire, fuego y espíritu. Dependiendo del entorno, una se extrae más fácil que otra. La de tipo tierra es más accesible en terrenos poco compactos, como lo es el arenoso, ya que fluye por los espacios entre los granos. La de tipo agua se extrae con facilidad de grandes masas de agua fresca y pura, como en el océano. La del aire es demasiado débil de por sí, pero en entornos húmedos se puede combinar con la del tipo agua, contenida en la humedad atmosférica. La del fuego, como es obvio, requiere fuego, pero sólo puede controlarse si se absorbe en grandes cantidades, como hacen los magos de batalla cuando aprovechan las llamas de los incendios. En cantidades menores, se escapa del cuerpo sin llegar a convertirse en magia. Y la espiritual sólo está disponible en lugares que mantengan una fuerte conexión con el más allá, de forma que se tome la energía de los espíritus y entes remanentes.
- ¿Y a mí qué cojones me importa eso? - Se impacientó Kunaharan.
- Os importa porque esta zona no reúne ninguna de esas características, Señor - explicó Azayel sin disimular su desprecio por los ignorantes en temas mágicos -. La tierra es compacta por culpa de las raíces de los árboles y plantas. El agua que aflora del oasis no es ni fresca ni pura, sino que está caliente y llena de formas de vida, como algas y peces, que interfieren en la circulación de la energía mágica. El aire es seco como la mojama y tampoco hay conexión alguna con el más allá, ni siquiera un mísero altar pagano.
- Joder, pues si quieres energía, ve a cargarte de magia de tierra en las dunas y vuelve cuando tengas bastante - refunfuñó el emisario, mesándose la barba nerviosamente -. Jericho, manda que lo escolten unos cuantos y... ¿Por qué niegas con la cabeza, Azayel?
- Para vigilar una zona, necesito crear un campo sensorial - siguió pacientemente el mastari -. Consiste en conectarse con la energía ambiental sin llegar a absorberla, detectando cualquier intruso que la perturbe. Pero, como ya os he dicho, ninguna de las cinco energías elementales aquí es lo bastante fuerte para generar con ella un campo. A menos que queráis quemarlo todo y usar un campo de fuego - la última frase tenía más de burla que de otra cosa, pero lo cierto fue que Jericho se lo pensó -.
- Trae magos para esto - gruñó Kunaharan mientras se bajaba del carro -. Pues vale, nada de vigilancia mágica. Jericho, esta noche todo estará en tus manos. No la cagues.
Montaron el campamento en la misma orilla del lago, limitando así los puntos desde lo que podían ser atacados. El terreno formaba dos pequeñas colinas a ambos lados del campamento, justo ante el agua, como miradores desde los que se podía vigilar por encima del espeso manto de árboles y maleza florida. Pasaron varias horas recolectando provisiones, agua y leña, esta última asegurándose de cortar los árboles que más les dificultaban la vigilancia de la zona. Allí, sentado sobre las rocas que se erguían al borde de las verdosas aguas del oasis, Adam paseó la mirada por aquel vergel. Aves de todos los tamaños y colores volaban en bandadas y anidaban en las tupidas ramas, lanzándose contra la superficie en busca de peces, convirtiéndose a veces en el alimento de los cocodrilos que acechaban a un palmo por debajo de las suaves ondas lacustres. El aire olía a flores, era húmedo y fresco, en especial a la sombra de aquella gran palmera en torno a la que habían levantado todo el campamento. Además, la vegetación era una excelente barrera contra el fuerte viento arenoso del desierto. Adam se hubiera sentido tentado de decir que aquel era un lugar cómodo, un paraíso. Si no fuera porque sabía que no había paraísos para todos en Hal-Nabuyah. Porque, si aguzaba la vista, intuía el brillo de mil ojos diabólicos ocultos tras cada árbol.
...
- ¡Alerta! - Gritó una voz desgarrada y ahogada en medio de la noche - ¡Nos atacan!
Adam tuvo muy poco tiempo para salir de donde estaba. Una décima de segundo antes de que todo el campamento se movilizara, antes de que las espadas se desenvainaran, las lanzas se alzaran, las antorchas se prendieran y las ballestas se tensaran. Ese fue el tiempo que tuvo para rodar por debajo del carro del que acababa de salir, reptar hasta el otro lado, zambullirse en una espesa mata de hierbas de medio metro de alto, gatear hasta detrás de un árbol rechoncho y cubierto de musgo, ponerse en pie y salir al escenario como si simplemente se hubiera levantado a vaciar la vejiga. Como si no acabara de colarse en el carruaje donde el mastari guardaba sus preciadas posesiones, de forzar la compleja cerradura mágica con un par de trucos aprendidos hacía mucho tiempo y de investigar hasta el último rincón, llevándose de paso algo que le resultó muy interesante. Algo que ahora tenía fuertemente apretado contra el pecho, escondido bajo su chilaba parduzca, mientras trataba de recordar para qué servía y de entender para qué podía querer el mago tenerlo allí. Esas preguntas quedaron para más tarde. Ahora primaba saber quiénes estaban acuchillándolos en la oscuridad.
- ¡Proteged al patrón! - Rugió la furiosa voz de Jericho, que en ese momento se subía al caballo ballesta en mano - ¡Que no se acerquen a la tienda!
- ¡Son muy sigilosos! - Chilló un soldado salpicado de la sangre de su compañero, con un gesto de horror impreso en el rostro - ¡Tened cuidado!
Adam supo muy rápido lo sigilosos que eran: apenas había tenido tiempo de localizar la palmera que marcaba el centro del campamento cuando algo sacudió la hierba tras su espalda. Un segundo después, una afiladísima daga ensangrentada rasgaba la tela de su chilaba. Que no llegara a rasgar nada más fue mérito de sus agudizados reflejos y su experiencia en puñaladas por la retaguardia. Saltó hacia delante lo justo para evitar que la hoja le tocara la piel, girándose bruscamente y retrocediendo varios pasos hacia terreno despejado. El corazón le golpeaba las sienes, el aire le llenó los pulmones y sus músculos se tensaron como el acero. La adrenalina tomó el control nada más que vio aquella sombra negra retirarse de nuevo a la espesura, perdiéndose entre las briznas como una serpiente descubierta. Aquellos asaltantes no atacaban frontalmente, su táctica era ocultarse y sorprenderlos, desvaneciéndose si eran descubiertos. La clave era dejar que se confiaran.
- ¡Son los Sombríos! - Oyó gritar alguien, que poco después gimió y cayó a plomo con el aire silbando en su tráquea seccionada.
Los Sombríos... Adam apretó la mandíbula, sabiendo lo que eso significaba: allí iban a morir muchos como no reaccionaran rápido. Los soldados se retiraron como pudieron, corriendo entre la vegetación y siendo acosados por flechas, dardos y cuchillos arrojadizos que sisearon en el aire como avispas asesinas. Todo el campamento formó un apretado cerco en torno a la palmera central, hombro con hombro, apuntando con las ballestas en todas direcciones y disparando a cualquier cosa que se moviera. Los que acertaron a subirse al caballo siguieron a Jericho y se lanzaron al galope por la orilla, tratando de rodear la zona por el borde del lago y cortarles los puntos de fuga a los asaltantes nocturnos. Un par de valientes se internaron en la espesura espada en alto y no avanzaron más de diez pasos antes de morir. Y Adam, mientras tanto, sólo pudo correr encorvado como una bestia acorralada, lanzándose contra el cadáver de un jinete recién abatido en busca de su arma. A falta de dos metros, tropezó con una raíz y cayó de bruces en la arena, húmeda y pegajosa por la sangre del muerto. Esa sangre se mezclaría con la suya un segundo después.
Una sombra sigilosa envuelta en ásperos ropajes grises saltó desde las ramas de un árbol, blandiendo un cuchillo de hoja gruesa y ganchuda, asestando una mortal puñalada contra la nuca del torpe hombre blanco que... que de repente rodó a un lado mientras cogía algo pesado y aparatoso y lo apuntaba contra él. El asesino hundió su cuchillada en la arena roja, ahogando un grito de pánico. La punta de acero del virote le perforó el ojo y atravesó la cabeza, brotando por detrás con una espesa salpicadura oscura y pegajosa. Adam no se había tropezado sin querer. Cogió el cuchillo de su víctima, sintiendo la adherente empuñadura de piel de lagarto y sabiendo al instante que los Sombríos iban bien equipados: ese cuchillo hubiera cortado un pelo en el aire. No cabía esperar menos de un cuerpo de asesinos de élite creado por el mismísimo reino de Madena. Los Sombríos eran la fuerza de infiltración más letal de los Reinos del Sur. Su entrenamiento era una locura, su doctrina una pura secta. Nunca mostraban el rostro, jamás luchaban frente a frente y jamás hablaban en voz alta. Su comunicación se reducía a un código secreto de silbidos y gestos, reservándose las palabras para las situaciones en las que nadie de fuera de la secta pudiera oírlos. El líder de la secta, cuyo alias era Serpes, era un absoluto dios para sus seguidores. Si Serpes les ordenaba que se prendiesen fuego, ellos lo hacían sin pestañear. Era tal la lealtad que le profesaban que, cuando el tal Serpes había decidido seis años atrás que ya no quería seguir siendo el perro faldero del rey, lo siguieron fielmente al exilio, convirtiéndose en una sombra siniestra que sembraba el terror de los convoyes en las dunas. No se sabía qué había provocado la traición de Serpes a la corona, ni qué pretendía conseguir en medio de aquel páramo arenoso. De hecho, no se sabía si de verdad había existido alguna vez esa orden secreta de asesinos imparables. Hasta ahora.
- ¡Los putos Sombríos existen! - Gritó Saled, al que Adam distinguió agazapado detrás de su carro.
- ¡Saled, métete dentro! - Lo alertó Adam, señalándole la portezuela del carruaje.
- ¡Adam, estás vivo! ¡Creía que...! - Celebró aliviado el carrero, que en aquellos días había tomado al irascible extranjero como su mentor.
- ¡Adentro, coño! - Tronó él, alcanzando el cerco de soldados y protegiéndose tras el escudo que uno de ellos sostuvo delante de su pecho, cubriéndose ambos con él.
No llegó a ver si Saled le obedecía, ya que de pronto se encontró deslumbrado por una luz cegadora que casi le hizo doler las retinas. Aunque le caía como una patada en la entrepierna, esa vez sí que se alegró de ver al mago. Azayel se materializó delante de ellos, entre las tiendas y carros aparcados, con las manos brillando en un intermitente blanco pálido. Eléctrico. El mastari se había teletransportado hasta las dunas a cargarse de energía y ahora llegó justo a tiempo para descargar una lluvia de rayos que hizo salir humo de la vegetación y desprendió un revelador olor a carne quemada. Unos cuantos habían caído bajo la descarga.
- ¡Ahora, contraatacad! - Gritó Jericho, que llegaba a caballo desde fuera, empujando a los asesinos contra la barrera humana - ¡Los tenemos acorralados!
Adam fue de los pocos que se quedó en su sitio, disparando virotes junto al soldado que lo cubría con su escudo. Los demás, envalentonados por el ataque del mago, cargaron entre gritos salvajes y atacaron hasta a las piedras. El chasquido de las ballestas y el tintineo del metal resonó por todo el oasis durante unos largos minutos. Y, mientras tanto, nadie vio a la más oscura de todas las sombras. La que se deslizó como un espectro confundiéndose con los cadáveres y los oscuros barrizales de sangre y arena. La que entró como el soplo de aire de un cementerio en la tienda de Kunaharan, daga en mano.
Porque aquella sombra era nada menos que la de Serpes.